Por Marcelino Rodríguez.-
De niño – entre los 8 y 10 años -, en mi ciudad natal de Mercedes había un señor de apellido Zechini que, en la domas que se llevaban a cabo en un campo contiguo a nuestra casa, ubicada en las afueras de la ciudad, oficiaba de “apadrinador”. Desplegaba el arte de tomar a los jinetes de la cintura y sacarlos en forma limpia, segura del corcoveo o disparada del caballo, una vez finalizada la monta o frente al riesgo de lesionarse el individuo arriba del desenfreno del bagual. Finalmente depositaba – no lo largaba como habitualmente se ve – elegantemente y a salvo al domador, el cual emprendía su marcha a pie hacia la zona donde se encontraban sus pares y aguardaban el turno para la respectiva monta.
No creo en el dicho: “tiempos de antes eran mejor”, pese a que dudo existan salvaguardas como el aludido, en el arte bien aplicado del apadrinazgo, ya sea en la semana criolla del Prado – me consta – o en las fiestas gauchas, jineteadas tradicionales del país.
Esta metáfora viene como anillo al dedo para reconocer la labor que hacen tantos actores en el frente de lucha, combate contra la maldita droga. No repararé en este artículo sobre aspectos evidentes que acompañan a este flagelo relacionado con el delito, las organizaciones criminales, el papel del Estado entre indiferencia, incapacidad, complicidad y corrupción de la más diversa que, al igual que el “Covid” hace estragos directos y colaterales. Lo más triste que no despertó ni llego hace dos años; lleva su proceso silencioso y cruel de décadas en una batalla que a nivel mundial se ha reconocido perdida.
Con el plus que ahora existe conciencia de ello y en pos de un sinnúmero de estrategias, absurdamente se llegan a legalizar. Es el caso claro en la “Banda Oriental” con respecto a la producción, venta y consumo de la “famosa maruja”, donde el Estado hoy es parte del negocio y saca sus suculentos réditos con chapa oficial.
Pero antes de una rendición anunciada surgen los mecanismos de defensa de la sociedad civil, principal víctima, en pos de reconstruir lo desbastado y salir con dignidad, entereza.
Este análisis conduce a concluir que existen dos herramientas formidables para hacer un frente común que, arroje menos bajas y orientales seriamente heridos:
- El papel de la Educación formal más allá de la que se esparce en el seno de las familias – si existen los insumos y referentes para ello -. Afrontar el desafío, no solo a través del discurso técnico, científico abordado por los profesionales pertinentes, sino hacer partícipe con su aporte sanador, de esperanza en plena rehabilitación o ya cumplida, de aquellos que han padecido el consumo en sus variantes más diversas, inverosímiles y actualmente recuperados pueden ser el faro, la luz en las tinieblas. Advertir la zona de peligro en la cual pueden ingresar aquellos que por ignorancia, desconocimiento, desinterés no tienen la dimensión de lo que provoca a nuestro alrededor y puede afectar a quién nunca piensa que, será atrapado por dichas garras.
- El rol de un conjunto de ONG que a través de distintos estandartes enarbolados, desde la fe en un ser celestial hasta la convicción de una misión filantrópica, se debaten en convencer, captar en la fina frontera que implica conquistar un consumidor dispuesto a recibir ayuda o desorientado que, requiere el auxilio y la oferta que ofrece, tentación que despiertan las drogas en su forma y especificidad más increíble de la industria narco.
Entre ellas se encuentran las que pregonan y profesan esta obra con la palabra de “Dios” – el que sea -, la “Biblia” – la que empleen -, el soporte con la terapéutica elegida – freudiana, gestáltica o las cientos que existen – y el acompañamiento incondicional de pastores, líderes y la contención mutua del grupo humano en rehabilitación. Ellos provocan los milagros que, muchos de nosotros vemos como labor, resultado – en los barrios, cárceles, donde sea – del hombre en la tierra, sin darle una connotación sacra, proveniente de un poder superior.
El Estado y muchas de sus instituciones vinculadas directa o indirectamente en esta materia deberían aprender de ellas y abandonar la misma arrogancia que demuestra el adicto.
Emociona ver a esas personitas la transformación que logran. Algunos para seguir la vida alejados de ese veneno y otros, convertidos en mensajeros, guías de una cruzada que escapa, se aleja profundamente de los teóricos y, muestra – luego de padecer en carne propia – que hay una esperanza, se puede salir y es posible.
Emociona constatar a través del dialogo con integrantes de la ONG “Todos Somos Uruguay” – un ejemplo de tantas – que, en el país hay gente que hace mucho; mas se enfatiza, cuando uno habla con quienes transitan la rehabilitación voluntariamente, y sin ser indiferentes a lo que han vivido en forma extrema – el haber estado presos, vivir en la calle, recibir palizas en las execrables “bocas” regenteadas por delincuentes a raíz de las deudas que asumen por el consumo y por supuesto, arrastrar a las familias al infierno menos imaginable – no alcanzan las palabras para consagrar estas reconversiones en mujeres y hombres nuevos, independientemente de ese contrato íntimo con “Dios”, sus apóstoles y el mandato religioso.
Admirable misión, logro en un desafío permanente de pastores con la asistencia terapéutica adecuada y la disposición de estas muchachas, muchachos uruguayos en búsqueda de encontrar sentido y darle un motivo a sus vidas para salir de esa porquería; una barra bastante grande empezó por la marihuana a través del famoso y hoy institucionalizado “porro”.
A veces somos presa del prejuicio con razón y otras por inducción, propia de la cultura a la cual pertenecemos con la “viveza criolla” a rastra. En función de ello creemos que las iglesias son fuente de explotación, generación de riquezas para sus líderes y congregaciones. Pero adjudicar estos aspectos sin pruebas y generalizar, es imprudente, se corre el riesgo de enchastrar gratuitamente la comprometida, denodada acción de muchas organizaciones de esta y otras naturalezas.
Sus integrantes reconocen y nos enseñan – no es la única que aplica dicho mecanismo – que, salir a vender esponjas, paños de piso, papel higiénico no solo es una forma de coadyuvar a sustentar la estada, alimentación, contención y trabajo terapéutico para la rehabilitación, sino que consiste también en un acto de sacrificio y humildad. Esa humildad que perdieron, dejaron de lado para darle paso a la soberbia, egoísmo con la cual se manejan aquellos que consumen y tienen en vilo principalmente a sus seres queridos.
Es encomiable comprobar la reconversión de estas personas en conciencia y actitud. La sociedad no debe olvidarse, mirar para otro lado y pensar en oportunidades, dar una mano a estos líderes silenciosos y a quienes desean rehabilitarse de esta escoria significativa llamada droga.