LA CORRUPCIÓN NO ES UN PROBLEMA DEL ESTADO EN SÍ, SINO DE UNA CLASE DIRIGENTE

¿CÓMO SE PUEDE ARREGLAR?

Los Calcagno, padre e hijo desenmascaran este verso en un capítulo de su libro “El Universo Neoliberal” y como estamos seguros se trata de una pieza que representa nuestro sentir sobre el gran tema que nos ocupa semanalmente, aquí está para que nuestros lectores lo disfruten ampliamente.

Por Alfredo Eric y Alfredo Fernando Calcagno.-

El verso parte de la base de que en un sistema dominado por el estatismo y la corrupción, encuentra un medio ideal para desarrollarse. La multiplicidad de regulaciones, cuotificaciones, discriminaciones, barreras y exigencias de autorizaciones previas, pone a los empresarios y, en ocasiones, al ciudadano común frente a la tentación, o hasta la necesidad, de realizar una transacción de mutuo beneficio con el funcionario público: “¿Cómo podemos arreglar esto?” . El trato ilegal, si bien no es ideal, está ampliamente justificado por lo absurdo de la reglamentación; es como una “dosis de mercado” que agiliza y permite lo que la reglamentación estatal hubiera impedido.

Es de rigor la cita de Samuel Huntigton: “En términos de crecimiento económico, lo único peor que una sociedad con una burocracia rígida, hiper centralizada y deshonesta, es una burocracia rígida hiper centralizada y honesta.”

En este enfoque, la corrupción sería como el aceite que permite funcionar a los engranajes, aunque manche a quien lo toque; tanto es así que esta acepción se ha incorporado al lenguaje popular; se habla de “aceitar” un trámite cuando se soborna a quien debe adoptar la decisión.

En síntesis, en este verso, se afirma que es un modelo estatista la corrupción es estructural, pues es intrínseco a la participación del Estado en la Economía, y en ese marco constituye una respuesta privada frente a la arbitrariedad estatal.

Para atacar las raíces de la corrupción, hay que abandonar ese modelo. Para eliminar la corrupción estructural se debe desregular, privatizar, retirar al Estado de las decisiones relacionadas con los negocios. Con el liberalismo, la corrupción no desaparece totalmente, así como no se pueden suprimir por completo de la naturaleza humana las imperfecciones y los pecados. Corrupción siempre hubo y siempre habrá, en cualquier lugar del mundo; a lo que se puede aspirar a quitarle el carácter sistemático y se reducirá a su mínima expresión: la de conductas individuales, es imposibles de erradicar totalmente.

LA REFUTACIÓN.

La corrupción no es el problema del Estado en sí, si no el de la decadencia de una clase dirigente; si sus miembros estuvieran en el sector privado (y en general no renuncian a él por el hecho de estar en un cargo público), harían lo mismo. No es que el estatismo o el liberalismo contaminen de corrupción a quienes gobiernan, sino que una clase dirigente corrupta infecta de corrupción tanto al Estado como a los negocios privados. El achicar el Estado para terminar con la corrupción es una terapia análoga a la del cuento de Don Otto, que al comprobar que su mujer lo engañaba, para que nunca más se repitiera el hecho, vendió el sillón en el que se había consumado la infidelidad.

El tema de la magnitud de la corrupción no se resume en Estatismo vs. Liberalismo. Se manifiesta en diversos ámbitos, tanto en el Estado como en el sector privado; y las consecuencias son muy distintas, según sea la importancia de la corrupción. Hecha esta advertencia general, debe señalarse que no necesariamente los regímenes estatistas son más proclives a la corrupción que los liberales. Cuando existe una administración pública jerarquizada, con poderes y responsabilidades establecidos, cuyos funcionarios son reclutados exclusivamente por su capacidad técnica, que siguen una carrera previsible y prestigiosa, con sueldos elevados y con una alta respetabilidad social, a la que se le suma una mística del servicio público, es difícil que se produzcan actos de corrupción generalizada.

En cambio, la política que aplican los neoliberales de países subdesarrollados con el sector público es una invitación a la corrupción. Sus principales características son: la desvalorización de la función pública y el “ajuste” a la baja de los sueldos; el abandono de los valores de servicio público; el culto al pragmatismo y a la maximización de la ganancia; el cortoplacismo; las privatizaciones y la búsqueda del poder político mediante el poder económico y otras medidas concomitantes.

El hecho es que por más que se desregule y se privatice el Estado siempre existirá lo que económicamente quiere decir que hará compras, aplicará políticas económicas y ejecutará múltiples actos de gobierno.

El neoliberalismo se caracteriza por las estrechas imbricaciones entre lo público y lo privado, movidas por el dinero. Es el clima propicio para la corrupción, con sobornos, financiamiento espurio de los partidos políticos, donaciones empresarias “atadas” para la propaganda partidaria (piénsese en lo que cuesta cada minuto de televisión), financiamiento de campañas, compra de votos y de políticos y demás maniobras de esa índole.

En síntesis, la corrupción generalizada no es inherente a ningún modelo en particular, ni al liberalismo ni al estatismo. El verdadero problema radica en la inmoralidad y en la falta de escrúpulos de un sector, más o menos importante según los casos, de la clase dirigente. Sin embargo, hay estructuras que son más fértiles que otras para su ejercicio. El ejemplo del modelo liberal latinoamericano rebeló en el decenio de 1990 un grado de corrupción sistemáticamente, unido a procesos de concentración del ingreso y de exclusión social. En cambio, en modelos de homogeneidad social, con Estados actuantes y participación popular, la corrupción tiende a disminuir.

Como afirma el viejo aforismo, una sociedad bien constituida es aquella en la que nadie es suficientemente rico como para comprar a nadie, y nadie es tan pobre como para venderse. Lo que está en juego es la transparencia y organicidad en las actividades tanto públicas como privadas. Se debería jerarquizar al Estado e infundir a la función pública la mística del servicio público. Hay que procurar deshacer la amalgama entre negocios y poder político (como en otra época se logró en varios países la separación entre iglesia y Estado), lo que supone democratizar la lucha política; conceder las mismas posibilidades a las diferentes corrientes políticas, sin que “venderse al poder económico sea el prerrequisito para tener alguna chance de llegar al gobierno; otorgar un acceso equitativo a los medios de comunicación, etc.”

Implica también modificar las formas de financiamiento de los partidos políticos (acaso nacionalizarlo, prohibir los aportes de las empresas, aumentar la transparencia).

Es falso que la corrupción sea una fatalidad o un mal necesario: hay que apoyarse en las ansias de honestidad y justicia que es consustancial a los pueblos. Asimismo, hacer más equitativas a las sociedades es hacerlas también, como lo afirmaba Maquiavelo, menos vulnerables a la corrupción, puesto que la concentración de la riqueza en algunas manos otorga a sus beneficiarios los medios para corromper.

El intento de llegar a un sistema político no corrupto supone una búsqueda de regeneración global, un proyecto nacional que Maquiavelo veía como una “vuelta a los principios” (si se quiere que una religión o una república duren largo tiempo, es necesario retornarla a menudo a sus principio”).

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