Por Dr. Gastón Pesce Echeverz
Invitado Especial.-
Días pasados El Bocón informaba acerca de las peripecias sufridas por determinada persona a quien había tocado en suerte pasar a conocer de modo directo la realidad carcelaria, quien habría tenido que pagar unos $ 20.000 a la propia Policía para lograr un cambio de celda o pabellón.
Dicho modus operandi no debería sorprender a la propia autoridad carcelaria, la que no debería desconocer tampoco el número exacto de bocas de expendio (de drogas) y su ubicación en cada piso, planchada, pabellón o celda de todos y cada uno de los establecimientos de reclusión del país. Y sin embargo, pese al combate contra la droga que se hace –por parte del Ministerio- “para la tribuna”, en el interior de las cárceles no pasa nada. Y no pasa nada porque se trata de una auténtica tierra de nadie donde parecen competir de igual a igual los milicos corruptos con los “brazos gordos” a cargo de las “movidas” sin que el poder y autoridad del Estado efectivamente impere en ese submundo.
Con relación a la cuestión carcelaria compiten, por un lado, la extrema severidad de un ex fiscal hoy devenido diputado (Zubía), quien hace una decidida apuesta al aumento del rigor de las penas con la cándida inocencia del Comisionado Parlamentario, quien postula –en cambio- que los presos vivan integrados a la sociedad cual si cada cárcel se tratara de un barrio más de cada pueblo, villa o ciudad. Ambos desconocen por completo y por igual esa realidad, frente a la cual no sirve ni lo uno ni lo otro.
Veamos: la solución a la cuestión carcelaria no es un tema de recursos, sino de formación y disciplina. De estricta formación adecuada en legislación y derechos humanos por parte del personal penitenciario y de respeto y disciplina para los reclusos.
Resulta tan inadmisible que los reclusos impongan su torcida y desviada cultura en el submundo carcelario como que los milicos se arroguen el derecho (que no tienen) de sobre castigar a las personas puestas bajo su custodia al margen y en contra de una ley que desconocen y no ven más que como un obstáculo para el desenvolvimiento de prácticas inveteradas que riñen abiertamente con los derechos fundamentales del hombre.
De modo que lo primero sería que el Estado imponga su disciplina a quienes no la tienen, pero con el respeto mínimamente debido a la dignidad de la persona humana, para lo cual no se necesita dinero sino adecuada formación y voluntad
Todos los presos no pueden ser puestos dentro de una misma bolsa, puesto que –como en la sociedad libre- no todos son iguales. Se diferencian no solo por cultura, por formación, por nivel económico sino también, fundamentalmente, por su ocasionalidad (o accidentalidad) o su reincidencia o habitualidad “profesional”. Y estos últimos según su “palo”, de modo que no es lo mismo hurtar que rapiñar o copar, estafar, traficar, matar o cometer alguno de los múltiples delitos sexuales vigentes.
La cárcel no debería ocuparse mayormente de los ocasionales o accidentales, que por lo general no necesitan una disciplina de vida impuesta por el Estado pues ya la tienen o han tenido, sino especialmente de los profesionales o habituales, clientes permanentes del sistema que, junto con los milicos corruptos, son los responsables de esta situación aparentemente insoluble.
Para los primeros, la máxima apertura y respeto a todos sus derechos (sobre todo si son meros procesados aún sin condena) y para los segundos el máximo rigor y disciplina, pero también con el máximo respeto a todos sus derechos, aún recortados.
Y por encima de todo ello, jueces y tribunales en todo momento vigilantes y dispuestos a un férreo control sin pre conceptos tales como que la Policía es siempre buena y el preso siempre malo, que terminan por transformar en letra muerta todas nuestras garantistas leyes y tratados internacionales de DDHH vigentes.
El Poder Judicial es el gran responsable último de la situación carcelaria, cuyo estado no es, repetimos, tanto un tema de recursos como de estricto respeto a la legalidad vigente por parte de todos, tanto de presos como de sus custodios.
Durante los pasados gobiernos se gastó muchísimo, pero se gastó mal, engrosando la plantilla del Estado con una enormidad de funcionarios (los operadores penitenciarios) contratados al tun tun, sin ton ni son, al margen de las necesidades específicas de los establecimientos y atendiendo más al color político de los postulantes que a su formación profesional específica. Así, noveles señores abogados terminaron oficiando de llaveros, en tanto otros fueron puestos a cargo de cuadrillas de improvisados albañiles o agricultores sin que su igualmente improvisado “capataz” haya agarrado jamás una azada o una cuchara, en tanto las enfermerías se llenaron de médicos y enfermeros con muy pocas ganas de trabajar que –inclusive- se ausentaron todos durante la noche mientras no se contrató ni un solo dietista o cocinero con el mínimo encargo de velar por una dieta adecuada.
Y ni hablemos de sanitarios, herreros o electricistas… Nones.
En suma, un derroche total y absoluto de quien nadie hoy es responsable. Y todavía, el irresponsable gobierno entrante incorpora en el máximo cargo al responsable de este desquicio y, por lo que sabemos, mantiene al frente unos cuantos mandos medios igualmente responsables del pésimo manejo anterior.
Todo esto se agrava con el anodino Comisionado Parlamentario y la siempre parcializada Institución Nacional de Derechos Humanos, ambos ignorantes por igual (al igual que jueces y fiscales) de la Convención Americana y demás tratados internacionales incumplidos de DDHH a que ha adherido el país.
Si algo caracteriza al “sistema” es que buena parte de sus principales actores, carentes de la necesaria independencia y mutuo control, puesto que se trata, en general, de funcionarios del Estado, tienden a legitimarse entre sí al margen de los derechos fundamentales más elementales de todos los reclusos, de los cuales, los clientes fijos del sistema, faltos de la debida disciplina formativa, quedan prontos, una y otra vez, para volver a recalar en un diabólico “sistema” que mortifica al débil pero respeta en demasía al fuerte sin que nadie ponga orden legal y controle en serio con base en el Derecho rectamente aplicado.
Así, se vive a la manera de los pesados de un lado y corruptos del otro, no se reconoce en tiempo y forma el tiempo trabajado, se unifica siempre para abajo, no se asegura ni paga al preso el correspondiente peculio, se le conduce siempre indebidamente esposado en contra del art. 7 del decreto ley penitenciario, se le tortura física, moral y espiritualmente al atropellarle permanentemente su dignidad, provocándole continuamente, se le traslada sin un debido procedimiento previo (arts. 48 a 52 del decreto ley citado) y se le violan sistemáticamente todos los derechos consagrados por la Convención Americana, por dar sólo algunos ejemplos. Y, sobre todo, no se le escucha porque se parte de la base que se trata de no personas, cuasi homo sacer, que, en su gran mayoría no saben ni hablar ni escribir, y a menudo ni siquiera leer. De donde el Estado, lejos de hacer docencia, mancilla y provoca, contribuyendo –la mutua legitimación entre todas las autoridades responsables- a que nada tenga solución. ¿Qué de bueno se puede esperar de esto sí, encima, cuando se trata de denunciar, no hay a quién acudir que escuche y atienda sin prejuicios y con la debida seriedad?