Por: Ramiro García Pereira

La concepción de democracia en nuestro país parece ser intrínseca a nuestra idiosincrasia, percibida como un pilar de nuestras tradiciones y un elemento esencial de nuestra identidad nacional. Sin embargo, esta percepción podría no estar completamente alineada con la realidad. En efecto, nuestra democracia enfrenta diariamente desafíos que amenazan su credibilidad y estabilidad, y estas amenazas a menudo provienen desde su núcleo fundamental.

Nos referimos puntualmente a que los responsables de dichas vulnerabilidades, son nada más y nada menos, que los actores institucionales que deberían ser sus más firmes defensores: los partidos políticos. En ocasiones, estos mismos actores introducen dudas sobre la solidez y transparencia de nuestro sistema, a pesar de que los índices internacionales nos sitúan favorablemente en comparación con otros países, no solo de la región, sino de todo el mundo.

Pero, miremos un poco a nuestro entorno, América Latina, que tristemente, ha demostrado ser un fértil terreno para prácticas políticas que socavan la confianza en las instituciones republicanas (como así parecen indicarlo las consecutivas mediciones de Latinobarómetro). Lamentablemente, en muchas ocasiones, no se trata sólo de acciones aisladas de individuos corruptos, sino de una cultura arraigada en ciertos partidos políticos que se han visto plagados de vicios y prácticas clientelares destructivas. Esto es evidente en la actualidad en países como Perú, Argentina, Ecuador y Venezuela, y si no somos cuidadosos, podría afectar de forma generalizada también a Uruguay, a pesar de nuestra reconocida fortaleza democrática.

El propósito de este artículo es poner en relieve una práctica particularmente perniciosa que podría amenazar gravemente la salud de nuestra democracia: la llamaremos «granjas electorales». Este término describe a actores políticos que construyen y manipulan estructuras partidarias con el objetivo de acumular votos, solo para luego negociar esos apoyos al mejor postor.

Recientemente, uno de los partidos fundacionales de Uruguay se ha visto sacudido por una crisis interna reveladora. Informaciones filtradas a la prensa detallan una disputa interna que asemeja a un remate, donde diferentes facciones pujaban económicamente por el apoyo de un candidato que renunciaba a sus aspiraciones presidenciales en favor de otro. La relevancia de este suceso fue tal que el candidato (una verdadera vedette política disputada) admitió públicamente el hecho, confirmando así las transacciones discutidas.

Este tipo de prácticas corruptas subraya una serie de problemas críticos para nuestra república. Fundamentalmente, plantea la cuestión esencial de la representatividad: ¿A quién representan realmente estos «granjeros electorales»? Si su principal motivación es el beneficio económico desde un inicio, es lógico preguntarse si esa misma motivación no influirá también en su manera de legislar o ejercer el poder. Estas acciones no solo comprometen la integridad de quienes participan directamente en ellas, sino que erosionan la confianza pública en el sistema democrático en su conjunto.

La admisión pública de prácticas desleales o directamente corruptas por parte de un actor político, no sólo revela una sorprendente confianza en la impunidad, sino que también refleja un profundo desprecio por los principios democráticos y los ciudadanos a los que se debe servir. Esta actitud de indiferencia hacia las consecuencias legales o electorales de tales actos, sugiere una erosión significativa del respeto hacia la autoridad del pueblo, piedra angular de cualquier democracia.

Esta problemática, se agrava cuando no es solo un individuo, sino un partido político (o al menos una gran parte del mismo) los que participan o toleran estas prácticas, transmitiendo así un peligroso precedente de impunidad. Como bien apuntaba Tomás Moro, si la deshonestidad resulta más rentable que la integridad, entonces la corrupción se convierte en un modelo atractivo y reproducible. Esta dinámica crea un círculo vicioso en el que los malos ejemplos no solo se perpetúan sino que también se normalizan, debilitando aún más la estructura moral y ética de nuestra sociedad.

Parece ser fundamental, entonces, que contemos con un marco normativo que actúe con rigor para sancionar estas prácticas y restablecer un clima de confianza y transparencia. Sin embargo, la responsabilidad no recae únicamente en los mecanismos legales; la ciudadanía misma desempeña un papel crucial a través del voto. Es deber de los ciudadanos recompensar la probidad en política con la renovación del voto a los políticos honestos y penalizar la corrupción, eligiendo líderes que reflejen los valores éticos que deseamos ver en nuestra sociedad. Esto implica, a veces, romper con la tradición y explorar nuevas opciones políticas que promuevan renovación y un verdadero cambio en las prácticas de cómo se hace política.

La «partidocracia» uruguaya, un término que describe el dominio prolongado y acuerdos multinivel de los partidos tradicionales entre ellos, garantiza en el pasado estabilidad y gobernabilidad. No obstante, si este sistema se convierte en un vehículo para la perpetuación de la corrupción, es imperativo reconsiderar su validez. La complicidad y la solidaridad entre partidos para encubrir y perpetuar prácticas deshonestas no solo comprometen el bienestar ciudadano, sino que también corroen las bases de nuestro sistema democrático.

La lucha contra la corrupción electoral no es solo una batalla legal o política, sino profundamente ética y filosófica. Se trata de reafirmar el compromiso con los principios democráticos y asegurar que el poder político permanezca genuinamente en manos del pueblo, actuando siempre en su beneficio y no en el de una élite. La renovación y la integridad no son sólo deseables, sino esenciales para la supervivencia y el florecimiento de nuestra democracia.

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