Por: Ma. C.P. Ramiro García Pereira y Prof. Mag. Luis Fortunato Pacheco Fernández.-

 

Desde que se hizo efectiva la recuperación de la democracia en el año 1985 y el restablecimiento del tradicional sistema de partidos uruguayos, nuestro país ha sido reconocido como una de las democracias más saludables de América Latina e incluso como una de las más fuertes del mundo.

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Una y otra vez este reconocimiento ha sido dado por distintos organismos e instituciones internacionales como: Freedom House, The Economist, Transparencia Internacional, Civicus, entre otros.

Estas organizaciones e instituciones se dedican a medir en todo el mundo, la calidad democrática y aspectos relacionados con ella, como la libertad de prensa, la transparencia gubernamental, respeto a los derechos humanos y participación ciudadana en las políticas públicas.

Sin embargo, y como reza el dicho popular, «no todo lo que brilla es oro» y no puede ser más acertado para el Uruguay en este aspecto.

Esta “paz democrática” y buena salud del sistema de partidos, en Uruguay parece haberse alcanzado gracias a un costo para los ciudadanos de mucha importancia; demasiado poder para los partidos políticos y muy poco en relación a los anteriores para los ciudadanos.

La ciencia política uruguaya (influida por la academia italiana) ha acuñado un término para definir esta situación y la ha denominado como «partidocracia» que, en pocas palabras, significa que los partidos políticos son los actores centrales en la democracia uruguaya en vez de los ciudadanos.

Configurándose un oligopolio de poder que fuerza a un statu quo, arreglado por toda la «clase política» (término que según Gaetano Mosca describe los intereses comunes del poder que unen a todos los políticos de todos los partidos), que tiene unas consecuencias que posteriormente analizaremos en este artículo.

Pero antes de ello, es necesario que entendamos el trasfondo histórico que ha llevado a que esta situación se dé en Uruguay, y por qué hasta hoy en día nuestro país es uno de los pocos países del mundo, donde literalmente existen “clanes políticos” que pueden remontarse hasta los días de la emancipación oriental.

 

UN POCO DE HISTORIA

 

Desde su fundación en 1724, Montevideo estuvo gobernada por un comandante militar subordinado al gobernador de Buenos Aires y un Cabildo que defendió los intereses locales integrado por hidalgos, cristianos y propietarios.

En 1750 hasta 1814 Montevideo tuvo un gobernador español, pero las relaciones entre el Gobernador y el Cabildo cuyos intereses se extendieron y reclamaron toda la Provincia Oriental, tierras, libre comercio con Inglaterra e independencia de Buenos Aires si adherimos a las tesis de Pivel Devoto en “Raíces Coloniales”, de Blanco Acevedo en “El gobierno colonial y los orígenes de la nacionalidad” y de Reyes Abadie “La Banda Oriental, pradera, frontera y puerto”.

Durante la revolución las relaciones entre Artigas, su delegado y el Cabildo tuvieron momentos más o menos fluidos hasta que en enero de 1817, la ciudad se rindió y bajo palio recibió a Carlos Federico Lecor, que ocupará el gobierno ejecutivo durante la ocupación luso brasileña (1817 a 1828).

La Constitución de 1830 consagró un poder ejecutivo fuerte en el presidente de la República, limitó el voto y consolidó las cámaras de Senadores y Representantes para una élite liberal, europea, que oscilaba entre Buenos Aires, Río de Janeiro, París y Londres, pero guardando celosamente el ejercicio del poder.

La presidencia se transformó en un cargo ocupado por un caudillo o jefe de partido o al que los caudillos departamentales fueran leales: Fructuoso Rivera, Venancio Flores, Máximo Santos, Julio Herrera y Obes, Lorenzo y José Batlle. Personajes como Lorenzo Latorre o José Ellauri no duraron.

Desde el gobierno la élite o el patriciado al decir de J. P. Barrán tomó la defensa de sus intereses y la modernización del país en el contexto del dominio británico que durará hasta la segunda guerra mundial y mostraremos algunos ejemplos de familias de influencia política directa en las decisiones del país. Fructuoso Rivera ejerció la presidencia y contó como colaboradores a Lucas Obes, Nicolás Herrera, Juan Andrés Gelly, Julián Alvarez, Melchor Pacheco y Obes, José Ellauri “el constituyente”, Santiago Vázquez, Dámaso Antonio Larrañaga, cuyo aprendizaje de gobierno se había iniciado en el mismo Cabildo de Montevideo y lo heredaron a su descendencia: Manuel Herrera y Obes, Julio y Miguel Herrera y Obes y José Ellauri “el presidente” las vinculaciones de poder heredadas y ejercidas desde el mismo Cabildo de Montevideo. Entre los militares que colaboraron con Rivera está Lorenzo Batlle – hijo del barraquero José Batlle y Carreó y será presidente entre 1868 y 1872 y heredará a su descendencia José Batlle y Ordoñez –presidente 1903 a 1907 y 1911 a 1915 – y dos períodos como consejero bajo la reforma de 1919 en la que el Consejo le permitirá influir en sus sucesores: Brum, Terra, Berreta, Campisteguy, Trueba y en sus herederos Luis Batlle Berres y Jorge Batlle Ibañez.

Otros apellidos (que referencian a clanes sanguíneos) con raíces incluso en algunos casos decimonónicas, que recorren la rica historia política del Uruguay y que aún hoy en día podemos ver en las primeras líneas del poder (incluida la presidencia) son: Heber, Herrera (y Lacalle), Viera, Gallinal, Abdala, Michellini, Manini Ríos, Arismendi, Sendic, Roballo y Bordaberry.

En definitiva, al decir del historiador y precursor de la ciencia política uruguaya Carlos Real de Azúa (seguramente inspirado por la teoría elitista de Vilfredo Pareto y posteriormente más desarrollado en la teoría democrática elitista minimalista de la Democracia de Joseph Schumpeter), deberemos responder si efectivamente la democracia es simplemente la legitimación de la sucesión de las élites (en el caso uruguayo, élites de sangre) en el gobierno.

Apoyándonos en este punto, podemos citar que el politólogo polaco-norteamericano Franz Leopold Neumann descubrió que EE.UU. era gobernado por élites familiares tanto políticas, como empresariales y militares, que podían datarse hasta la época de la independencia norteamericana. Esta tesis luego fue continuada y expandida por el sociólogo Charles Wright Mills. Parece que el caso uruguayo tiene una relación de similitud a lo propuesto tanto por Neumann como por Mills.

 

EL MECANISMO IDEAL PARA LEGITIMAR UN “OLIGOPOLIO POLÍTICO DE SANGRE”.

 

Como pudimos mencionar anteriormente, los partidos políticos uruguayos concentran demasiado poder en demérito del poder ciudadano. Es decir, que la clase política uruguaya, entendida como una especie de oligopolio conformado por un selecto grupo de líderes partidarios que se reparten el poder, es la que decide en última instancia el rumbo de las políticas públicas en todos los ámbitos, sin importar realmente lo que los ciudadanos piensen.

¿Qué lleva a que esto sea realmente así?

Esta pregunta debe responderse; y por ridículo que pueda sonar, con otra pregunta más: ¿a quiénes votamos realmente cuando hay elecciones?

En Democracia y al entender de Schumpeter, las élites se legitiman a través de las elecciones y la permanencia de las mismas en el poder, se da gracias a las reglas del sistema electoral.

Como descubrió el padre de la ciencia política francesa, Maurice Duverger (ley de Duverger), las reglas electorales llevarán a que los partidos políticos puedan concentrar mucho o poco poder, o se tienda a un bipartidismo o a un multipartidismo.

Nuestras reglas electorales definen que los ciudadanos tengan que elegir a sus representantes a través de listas cerradas y bloqueadas, comúnmente llamadas “listas sábanas”.

Es decir, que no podemos modificar el orden de candidatos de una lista, los que realmente eligen el orden de las mismas son los líderes partidarios, quienes pueden ser identificados fácilmente, ya que casi siempre son aquellos que ocupan la primera y segunda línea al senado.

Ellos son verdaderamente quienes terminan por definir quiénes serán los candidatos a las siguientes líneas al senado y a las distintas diputaciones.

Esto con el tiempo ha facilitado que, entre los líderes partidarios, haya una unión histórica, sanguínea y de intereses compartidos, aún entre quienes aparentemente ideológicamente estén en las antípodas. Es en parte por esto, que la democracia uruguaya tenga partidos políticos tan viejos (de los más viejos del mundo) y exista una fuerte continuidad en las políticas de gobiernos que entran y salen.

Los procesos de cambio en el rumbo de las políticas públicas son lentos e infrecuentes y no es común ver que políticos sean sometidos a juicios políticos o directamente vayan presos, ¿será que no hay corrupción o será porque todo se arregla entre amigos/familiares?

Lo cierto es que, si queremos que el pueblo gane más poder, deberemos empezar por reformar el sistema de elecciones de Uruguay, adoptar un sistema de listas abiertas, dónde los ciudadanos puedan verdaderamente elegir a quién desean ver en el parlamento.

Podríamos incluso darle poder total al ciudadano y permitir el sistema de voto cruzado, si a alguien le gusta un diputado del partido A, un senador del partido B, e incluso un candidato presidencial del Partido C, ¿por qué no permitirlo?, a este sistema se la llama “panachage” y se aplica en lugares como Suiza y Luxemburgo.

Todo esto implica riesgos y retos, darles mayor poder a los ciudadanos y debilitar a las oligarquías políticas, podría debilitar la estabilidad política o amenazar la existencia misma de los partidos históricos.

A su vez, también implicaría adoptar un sistema de voto electrónico (que sería completamente seguro si se adoptara tecnología de blockchain, haciéndolo imposible de hackear) y darle mayor importancia a la educación política y ciudadana en los liceos, para que efectivamente los ciudadanos puedan elegir libremente lo que mejor convenga a sus intereses.