Por MARCELINO RODRIGUEZ.-
Ante la situación que reviste la Seguridad Pública, viene al caso debatir ambos aspectos, que de alguna manera van de la mano.
El profesionalismo de una Fuerza de Seguridad es vital para cumplir a cabalidad la misión, lejos de lo imprevisible e inherente al ser humano en cuanto al plus de la equivocación, el error involuntario. Sin pasar por alto lo que significa el tambaleo de los valores que inducen a caer, en actos espurios reñidos con la transparencia y honestidad.
Se ha hecho hábito escuchar las voces de los políticos en general -desde la oposición hasta el oficialismo- y destrozar sin compasión cada vez que se da una situación desafortunada, donde se pone en tela de juicio el accionar de la Policía.
Oír una y otra vez que debe equiparse, formarse y entrenarse adecuadamente a sus integrantes; además de incrementar, mejorar su paga en consonancia con el riesgo que asumen, dentro y fuera del servicio, teniendo en cuenta la indivisibilidad de la función policial.
Más allá de la cháchara obsecuente aludida, que resbala por la costumbre y a la ciudadanía -ni que hablar- le importa muy poco los reiterados discursos vacíos y “pour le galerie” para la tribuna; sumado a tener vedado el poder de réplica por más sindicato existente, la Policía, sus mujeres y hombres siempre han aspirado a ser profesionales, o por lo menos, aproximarse a la calidad de tal.
En ese sentido deben resolverse un sinnúmero de aspectos para dicha categorización técnica. El estigma que posee es el reflejo y opera en función de quienes la lideran políticamente y de ahí para abajo, no existe otra opción que remitirnos a las órdenes, lineamientos que establecen y son emitidos por el Poder Ejecutivo. Los cuales van en dirección a ser netamente permisivos y garantistas o intervencionistas y represivos.
Sin que exista una incompatibilidad al respecto, de plano interfiere, distorsiona sobre el profesionalismo perseguido al convertirse la institución en una organización que actúa, opera al grito del Ministro, Presidente y sus cúpulas respectivas imperantes en cada período gubernamental. Cuestión que hace que los mandos bajo el instituto de la subordinación y otros intereses -muy variados- hipotequen la auténtica misión de líderes por quedar encorsetados por las referidas prerrogativas. Los cuales muchos por disciplina y otros por conveniencia, se escudan hábilmente para no mover un dedo o hacer la plancha sin incomodar al decisor en sus objetivos y caprichos.
Aquí se produce la primera pérdida de la esencia e identidad de los referentes técnicos y naturales, tanto en la cúpula principal como la que se distribuye a través de los distintos cargos de jefatura departamental como direcciones nacionales; en los hechos terminan resignando las perspectivas que de oficiales jóvenes planificaron para un día poner en práctica a la hora de asumir el mando superior, y en el recorrido gerencial de primer nivel van paulatinamente abandonando la experiencia y el posible potencial para generar algún cambio en materia de gestión. Ahí -salvo muy raras excepciones- se consagran en burócratas de uniforme y mullidas charreteras.
Ante este escenario, esta demás señalar cuál será la disposición de mandos medios y personal subalterno. Los cuales deben hacer el trabajo sucio -entiéndase, integrar la primera línea para cumplir con las directivas emanadas de la autoridad- con los riesgos que ello implica y sin ninguna seguridad institucional, ni reglamentaria por mas protocolos elaborados, Ley Orgánica Policial, la famosa “LUC” y todos los códigos habidos y por haber que garanticen la labor frente a las garras de la Justicia o las consecuencias por las responsabilidades administrativas que les asisten.
Con este contexto resulta bastante complejo arriesgar un vaticinio sobre el destino de la seguridad; pues si bien, sus causas son múltiples, es la Policía -en estas circunstancias- constitucionalmente quien debe reprimir los eventos que alteran el orden público y que atentan contra las normas de convivencia. Caldo de cultivo para provocar la inestabilidad institucional y democrática, particularmente con respecto al asedio de las organizaciones criminales en su carrera por el dominio de los delitos específicos, transnacionales o lisa y llanamente una horda importante de delincuentes comunes violentos que, en la idea de cierta impunidad son capaces de generar el clima de terror, no ideológico como en el pasado pero con las mismas y graves consecuencias.
¿Por qué no es posible el profesionalismo?
Porque la Policía no es ajena a la idiosincrasia del Uruguay, por tanto y con la Historia Reciente a cuesta, siempre estará vigilada, cuestionada en su formación y entrenamiento; precisamente porque en la época actual todo se relaciona o se le encuentra un karma con el pasado reciente. Ello provoca la neutralización, parálisis de cualquier proyecto, plan, programa de instrucción que brinde a sus integrantes las habilidades físicas, cualidades psicológicas para hacer frente a las encrucijadas que conlleva estar en la “primera línea” de la lucha contra el delito y por ende, sobrevivir en una tarea de rutina o especial donde el riesgo está permanentemente latente.
Las organizaciones sociales, el sistema político, la ciudadanía en general y los propios sindicatos, en esa mescolanza existente y el estar todos a tono con el discurso en boga, serán los principales responsables de bloquear todo tipo de entrenamiento que implique al efectivo desenvolverse lo más óptimamente en el frente, cuidar su vida y la del equipo que opera o actúa.
Imaginen cuánto pesa la formación de los líderes -oficiales y sargentos- a la hora de dirigir estos grupos con tales premisas y cuanto importa formarse, formarse; especializarse, especializarse y luego entrenar, entrenar con la responsabilidad -en el más amplio sentido- que implica tener personal a cargo.
Mientras la instrucción férrea -destinada a quienes forman parte del contingente que la pelea todos los días en el frente urbano de batalla- para quienes lo ven de afuera y aquellos genuflexos, cretinos útiles, funcionales que ingresan a la Fuerza en la idea de contar con un trabajo y pasarla bomba o con la intención, tarde o temprano, de acomodarse en alguna oficina administrativa -aspiraciones que tampoco escapan a los oficiales, solo estudiar los antecedentes funcionales de muchos de quienes llegan a jefes de la Fuerza-, sirva como insumo, por desconocimiento o intencionalidad rastrera y con cualquier pretexto denunciar, “hacer bardo” sin fundamento, la Policía correrá el riesgo de constituirse en una muy interesante guardería de empleo con uniforme y correaje, en déficit con nuestra misión que juramos cumplir.
Un acto solemne bañado de honor, valor y coraje no puede ser empañado, darle una connotación de puesta en escena -a conciencia- para una futura parodia, cuando la Patria demanda a sus servidores del Orden consagrar su compromiso y vida, si fuera necesario, en un: “SI JURO”.
Quienes ingresamos a la Fuerza por vocación o luego la terminan queriendo más que a su propia familia, somos conscientes que cada curso de formación, ejercicio, exigencia psicológica o entrenamiento físico profesional no consiste en un “lavado de cabeza”, castigo, tratos inhumanos donde se pone en juego la dignidad. Es el salvoconducto, credencial para cuando tengamos que salir en defensa de la vida, patrimonio de los ciudadanos y por tanto cualquier intento por preparar ese efectivo para la refriega o lo que depare, hará la diferencia entre la vida y la muerte, entre la cárcel y la libertad; sino es que no queremos pertenecer una banda de inútiles uniformados, inoperantes o incompetentes.
Por si fuera poco, la observación y posterior análisis del comportamiento de los efectivos en su labor logra apreciar que, también y además del bendito profesionalismo, es neurálgica la “encomiable actitud”.
Los primeros que deberían asumir tal consigna son los propios jefes, pues los mandos medios y subalternos constituirán el reflejo de los mismos, producto de lo que demuestran y hacen en el despacho, como cuando salen por convicción o cumplido a conocer el terreno, el personal a sus órdenes y tomar conciencia de las estrategias a adoptar en función del estudio de situación, los recursos humanos con que cuentan y el equipamiento, material y logística; siempre finitos pero imprescindibles.
Si bien son los gestores, la mayoría se vuelven administrativos natos -como el sindicalista cuando se aleja de su labor para asumir su rol representativo-; de ahí que la impronta, el carácter, experiencia de los mandos medios y el personal subalterno a la hora de cumplir con su cometido, son factores decisivos para dejar en la población una imagen lo más decorosa y eficiente posible. La gente lo percibe y es con ellos quien mantiene el contacto, ve operando diariamente en la calle; de su predisposición y actitudes dependerá que como devolución nos desprecien o tengan una palabra de consideración a nuestra humilde pero estoica labor; conscientes los ciudadanos que por lo general estamos en desventaja jurídicamente y de acción frente a las señoras y señores delincuentes con toda una parafernalia sorprendente detrás.
La actitud de un policía no se compra ni alquila, menos se imposta pues sino se lleva en la sangre por vocación, se educa por responsabilidad profesional. Esa es la que se reclama. No es lo mismo ver un policía parado erguido y orgulloso con su indumentaria de seguridad en una esquina, junto con su compañero con igual prestancia, en actitud de observación, vigilancia, interacción con el entorno -tenga los años que tengan de servicio-, a apreciar dos efectivos mirando vidrieras o sus celulares, según a donde se lo envíe a patrullar. O el colmo, observarlos arrecostados contra una pared de la principal avenida o en calles secundarias, con uno de los pies contra las mismas para asegurar no perder el equilibro.
Por más equipamientos de última generación que porten los policías, la actitud y convicción con la que cumplen el cometido asignado significa el espejo para cuando los ciudadanos, sin tenernos miedo nos respeten por lo que no solo representamos, sino por lo que somos, más que parecer. Hace la diferencia cuando debemos actuar entre terminar manipulados, considerarnos funcionarios de “2da, clase”, de descarte con una pléyade detrás de enemigos públicos que surgen de la propia gente; que despertar la actitud solidaria de los ciudadanos, alineados con la Policía al colaborar en una detención -si estamos en inferioridad de condiciones- o cuando es fundamental contar con testigos que acrediten nuestro proceder; esto último motiva porque el funcionario policial hizo honor a su uniforme y se la jugó. Deber moral que el ciudadano devuelve como compensación a la ayuda, asistencia, protección y defensa que recibió.
Todo radica en una cuestión de actitud, ello replica en un ida y vuelta; el efectivo la pondrá en práctica si su superior al mando le demuestra respaldo, confianza y pregona con el ejemplo; el ciudadano a su vez actuara en consecuencia con el uniformado, brindando el apoyo incondicional que necesita, si siente que lo ha protegido frente al asedio del malhechor, malandro, delincuente.
Esto permite concluir que ser policía no es un tema de voluntarismo, de intencionalidad; después de cierta vocación y convicción lleva años de instrucción, formación, entrenamiento y cultura profesional para desde ahí y con la experiencia adquirida, comenzar una carrera sin fin hasta la hora del retiro.
Es un apostolado, distinción ante la comunidad y los propios, un privilegio que no todos pueden desarrollar y darse ese lujo: ser “servidores públicos”; y lo más grandioso, ser reconocidos como tales.