Por MARCELINO RODRIGUEZ
El debate sobre Seguridad Pública sigue en vigencia más que nunca. Y lo más triste, es que toma connotación política y se transforma en un circo de los doctos en ese metiere, que estropean cualquier buena iniciativa o el sentarse a pensar por dónde ir, para solucionar o por lo menos amedrentar el avance de la inseguridad.
Obviamente, ello trae aparejado no escuchar a la población en sus reclamos, propuestas o sugerencias; importa más la reyerta que nos tiene acostumbrado el sistema político, motivada por defender el proyecto del gobierno de turno y en este caso la gestión del Ministerio del Interior y quienes lo presiden.
A raíz de ello se cotejan realidades, resultados en función de las estadísticas y mientras, se continúa con el “tema de entrega”: los “DDHH”, pero no de los presos recluidos y menores infractores que viven en situaciones infrahumanas, ni de los propios ciudadanos que experimentan la incertidumbre de, en qué momento serán víctimas del asedio de la delincuencia, sino de los desaparecidos que ha dejado la “Historia Reciente”.
Urge, desespera resolver, saber la verdad en tal aspecto, especialmente para los familiares; ello de todos modos no puede agotar la agenda e injustamente no permitir visualizar lo que está sucediendo actualmente. Restar importancia, naturalizar a través de la impronta, peso de una movida ideológica y política muy dispar, a contramano de lo que la mayoría de los uruguayos están padeciendo, sin tener el más mínimo análisis crítico, menos solidaridad en una Democracia y ante la plena vigencia de los derechos individuales en el Uruguay del presente.
Caen compatriotas como consecuencia del avance de la delincuencia en general, sin que su exclusividad se centre en las realidades de tráfico de drogas o el cuento de la lucha por los territorios para desarrollar dicho delito específico.
Los ciudadanos mueren asesinados por acción de los delitos clásicos como la rapiña y el homicidio, sin dejar de prestar atención a los homicidios culposos y dolosos que provocan los siniestros de tránsito y la anomia que existe en esta materia, producto de la ineficacia de las autoridades a las cuales les compete fiscalizar, combatir dicho flagelo y a sus infractores. Escenario último que no solo califica esta realidad en un déficit en Seguridad Pública sino también, en Salud Pública.
Todo se centra en echar culpas unos a otros. Nadie puede desconocer que la administración Bonomi fue horripilante, particularmente por el divorcio visceral que tienen por sus “historias recientes” con las fuerzas de seguridad y la represión. Nobleza obliga reconocer sí que, gracias a las dos últimas administraciones progresistas la Policía fue equipada como nunca; pese a que siempre fueron enemigos de armar el aparato represivo del Estado.
Al tomar como bandera la lucha contra el “narcotráfico” e implementar una Guardia Nacional que satisfaga la realidad de la inseguridad, se equipó a la Policía en su conjunto como nunca se animaron los partidos tradicionales. Porque fueron timoratos o nunca les intereso; no debemos olvidar que en la vereda de enfrente ejercía la oposición el Frente Amplio y toda iniciativa -quemados como victimarios y víctimas por la “Historia Reciente”- que tuviera relación con equipar la Fuerza, era mal vista y generaba un hecatombe, Ni hablar si la intervención de la Policía y la represión se hacía con efectividad.
Todo lo contrario a lo que pregonaban, cuando no eran gobierno, lo llevaron a cabo una vez que dicha fuerza tomó democráticamente y por el voto popular las riendas del país. Muchos de los “compañeros” sintieron el rigor de los ex – tupamaros en el Poder Ejecutivo, Ministerio de Defensa e Interior; pocos elevaron la voz conscientes de quiénes se trataba, a sabiendas que no les temblaría el pulso para escrachar y presionar a las voces disonantes, al punto de ser silenciado implícita o explícitamente cuando advertían el atropello de los derechos y potestades que la Fuerza prometía, cuando no se imaginaban siendo gobierno.
Es más, la revoltosa, revolucionaria y contestataria Maestra Irma Leites junto a su grupo de acción y reacción se esfumó, pese a ser un icono de denunciar y advertir el no armar el aparato represivo del Estado; vaya que la utilizó y le sirvió al Frente Amplio cuando era oposición.
Pero dejando de lado viejas huestes y regresando a nuestros días, la pregunta se centra en qué se puede hacer y cuánto de responsabilidad tiene el Ministerio del Interior y por ende la Policía.
Evidentemente el homicidio, especialmente en lo que tiene que ver como resultado de ajustes de cuentas relacionados con las vendettas entre delincuentes, consumidores y proveedores, la lucha por los territorios y la supremacía de las organizaciones comprometidas con el negocio del narcomenudeo y otros de carácter transnacional; como aquellos que se dan en razón de la violencia de género, intrafamiliar, incluso los intentos de autoeliminación, son hechos impredecibles en la mayoría de las veces.
Ahora las rapiñas -especialmente en la vía pública como en los locales comerciales-, el hurto mediante arrebato y todas sus formas en los entornos recientemente señalados son evitables.
Desde que tengo uso de razón y como adulto, luego de haber ingresado a la Fuerza Policial, he escuchado obsecuentemente el discurso de la famosa prevención. Una de las estrategias insignias para hacer frente a los delitos de esta naturaleza; sacar la mayor cantidad de efectivos para con su presencia lograr intimidar la acción de los delincuentes o presuntos delincuentes.
Ello desde hace décadas se ha convertido en un slogan, título, holograma para la tribuna. Sencillamente porque a nadie le interesa, pues resulta más económico apagar el fuego que implementar todas las metodologías y recursos posibles para impedir que el mismo ocurra. Gran causa para justificar también la erogación de recursos que por lo general se desconoce hacia donde van, si se hacen en forma transparente y honesta. El dilema de siempre, cuando se dispone generosamente por el decisor correspondiente de los dineros públicos.
En la actualidad ya no se ven policías en prevención del orden público, cercanos a la población en una actitud de contacto directo o como tanto se proclamará, fomentando la relación amigable entre policía y sociedad. La presencia policial efectiva se realiza a través de patrullas móviles, grupos o contingentes que arribaron, sitian una zona por motivos de inseguridad, hechos graves que se han producido para apagar momentáneamente y temporal esos incendios que nos referíamos en un párrafo anterior.
Hoy el papel del policía presente en el terreno para interactuar con el vecino y hacer un seguimiento cercano de prevención en la zona, ha sido sustituido por las cámaras de video vigilancia. Si no fuera por esta tecnología no agarran a nadie, para ser metafórico. Además cuando el hecho en sí ya ha ocurrido, tiene poco o ningún sentido estar presente, porque por lo general el daño ya está hecho.
El otro gran ícono que permite a la Policía tener éxito en su rol, es cuando se asume un trabajo de inteligencia sobre un evento cuya especificidad demanda el arte y despliegue de tal ciencia; con los tiempos y recursos para desarrollar la investigación, identificar a los responsables y proceder a sus detenciones en base a las decisiones del Fiscal y resolución posteriores del Juez competente.
La infraestructura en video vigilancia conlleva millones de dólares en inversión; caja de Pandora que, una vez se abra posiblemente nos devele -desde los gobiernos progresistas hasta la fecha-, cuanto no solo se ha derrochado, sino cuantos en este proceso se han beneficiado espuriamente, en forma clandestina a través de la corrupción en su más diversas formas, donde la magistral y divina “coima” se hace presente.
Metodología que ha implicado -por la erogación en dineros públicos y el compromiso político- que sea más importante tener asegurado un policía, detrás de un monitor que supervise las cámaras que, potenciar el personal en las comisarías. Un debe mayúsculo que el propio gobierno con la excusa de la pandemia, el fallecimiento de un ex ministro y demás mira para otro lado o se hace el distraído sobre la promesa electoral que lo diferenciaba de su fuerza opositora. La cual desmanteló la unidad, oficina básica de la Policía que siempre coperó en el terreno para la comodidad y confianza de los ciudadanos, con sus pros y contras, sus luces y sombras, pero allí siempre estuvieron.
Nada de eso se logró y cumplió. Las mismas se han transformado para la jurisdicción, barrio, zona en una simple oficina para radicar denuncias y derivar según el delito. Ya uno no tiene el referente policial, menos el contingente conocedor del terreno, zonas comerciales, de centros educativos, zonas conflictivas y conocer la realidad del entorno; reducidas a un par de funcionarios por turno sin capacidad de respuesta y gestión investigativa, por lo menos para delitos menores.
Las comisarías hacen agua por la borda, transformadas en kioscos policiales y asentadas en infraestructuras que son un derroche para la misión que desarrollan en el presente.
El tiempo dirá hacia dónde vamos y a qué nos tendremos que atener. El avance de la delincuencia, ya a nivel de parámetros de América Latina; la lentitud, desborde del Ministerio Público y la eficacia de la eficacia de la Justicia atenta contra los ciudadanos. Con motivo de ello y en pos de la protección individual, implícitamente se está alentando a que la población se provea de un sinfín de recursos al alcance, que van desde medios disuasivos hasta la tenencia de armas de fuego para su legítima defensa. Es triste experimentar que nuestras vidas únicas e irrecuperables de nuestras familias o la propia están en vilo; no son negociables ante el Estado -inoperante y burocrático-, y menos frente a individuos que están dispuestos a todo por arrebatar, quitar del dominio legítimo de su tenedor un bien material, dinero, patrimonio ajeno.
Aspectos donde las políticas públicas han demostrado ser ineficientes, al no generar las condiciones imprescindibles para la creación de trabajo genuino y oportunidades, con el propósito de disuadir a abandonar esta forma de vida en la oscuridad, clandestinidad; cuyo destinos -sabemos bien- terminan en la cárcel, muerte y arruinando la vida de otras familias orientales.